En una esquina silenciosa de la ciudad, entre el ruido de los coches y la indiferencia de los transeúntes, se esconde una pequeña alma que ha aprendido a soportar el abandono. Sus ojos, grandes y profundos, reflejan un océano de dolor silencioso. Pero, curiosamente, en esa tristeza infinita no hay ira, ni rencor, ni odio. Solo una leve esperanza.

En esos ojos tristes no había resentimiento, solo el anhelo de que alguien —alguna vez— se detuviera a mirarla de verdad. De que una mano cálida se extendiera hacia ella, no para ahuyentarla, sino para ofrecerle refugio. Que alguien la abrazara, sin miedo, sin asco, sin condiciones. Que le dieran un nombre, un hogar, un rincón donde dormir sin miedo al frío ni al hambre.

A veces se acurruca junto a un muro, esperando que el amanecer traiga un día distinto. Ha aprendido a sobrevivir con las sobras y la lluvia, pero su corazón aún late con una fe extraña, casi inocente. No entiende por qué fue abandonada, pero no ha dejado de creer que hay amor allá afuera. Que en algún lugar, alguien la buscará.
Cada movimiento de su cola, cada mirada al cielo, parece ser una súplica muda: “Solo quiero una oportunidad. Solo quiero amar y ser amada.”

Y quizás, en el fondo, esa pequeña esperanza sea lo que la mantiene viva. Porque incluso cuando el mundo le dio la espalda, ella sigue esperando que alguien vea en sus ojos no solo la tristeza… sino también la promesa de una nueva vida.