Bajo el calor implacable del sol de 40 grados Celsius, Alice yacía inmóvil en una caja abandonada a un lado del camino. Su frágil cuerpo temblaba, sus ojos llenos de silenciosas súplicas de ayuda. Estaba tan débil que apenas podía levantar la cabeza, agotada por el hambre, el agotamiento y la desesperanza.
Al acercarme, no intentó huir; simplemente se quedó mirando, como si ya hubiera aceptado su destino.
Arrodillándome a su lado, extendí la mano con suavidad. Al principio se estremeció, pero luego se dejó tocar. Fue como si comprendiera que por fin había llegado la ayuda.
Con cuidado, la levanté en mis brazos, sintiendo lo ligera y frágil que era. Su diminuto cuerpo, apenas piel y huesos, apenas tenía fuerzas para luchar.
La coloqué en una caja cálida, protegiéndola del sol abrasador, y le prometí que nunca volvería a estar sola.
El estado de Alice era crítico. La llevé rápidamente a casa, pero a medida que pasaba la noche, se debilitaba cada vez más. A la mañana siguiente, la llevé a un hospital veterinario de la ciudad, con la esperanza de que pudieran salvarla.
Fue un momento lleno de esperanza, señal de que Alice luchaba por vivir.
Al segundo mes, Alice se había recuperado increíblemente. Estaba lista para salir del hospital; sus ojos, antes apagados, ahora estaban llenos de curiosidad y vida.
La llevé a casa, donde la esperaban una cama cálida y un refugio seguro. Exploró con entusiasmo su nuevo entorno, meneando la cola al darse cuenta de que finalmente estaba en un lugar donde la querían.
La transformación de Alice fue prácticamente milagrosa. Con comidas nutritivas, revisiones veterinarias regulares y mucho cariño, se convirtió en una perrita feliz y juguetona.