Atrapado entre el miedo y el silencio, este pequeño cuerpo tiembla contra la pared, como si el mundo entero se hubiera vuelto un lugar demasiado grande y cruel para él. Su pelaje, antes suave, ahora está marcado por la tristeza y el frío. Sus ojos húmedos —dos pozos de dolor— buscan respuestas en cada sombra, en cada sonido, en cada respiración que no llega. Nadie viene. Nadie lo llama. Solo el eco de su propio miedo le responde.

El suelo bajo sus patas está helado, y su hocico, tembloroso, respira el aire áspero del abandono. No entiende por qué lo dejaron, por qué las manos que un día lo acariciaron ahora son solo un recuerdo distante. Su corazón late rápido, confundido, entre la esperanza y la resignación.
En el rincón donde se esconde, el silencio pesa más que cualquier cadena. No hay ladrido, no hay queja, solo el susurro de una vida que se apaga lentamente dentro del miedo. Pero incluso así, en lo más profundo de su mirada, aún brilla un destello diminuto —una chispa de amor que se niega a morir.
Quizás, algún día, una voz suave rompa el silencio. Una mano cálida lo toque sin lastimarlo. Y en ese instante, este pequeño corazón roto sabrá que no todo está perdido, que incluso después del abandono, el amor puede volver a florecer.