En el rincón de un patio olvidado, un perro encadenado espera sin entender por qué el mundo lo dejó solo. Sus ojos, apagados pero aún suplicantes, miran hacia la nada, buscando una voz, una mano, una caricia que rompa el silencio que lo envuelve.
El metal de la cadena roza su cuello herido, mientras el hambre y la sed se mezclan con la tristeza. El cuenco vacío y el agua sucia frente a él son testigos mudos de una vida que se apaga lentamente. Cada respiración es un suspiro de dolor, un eco de lo que alguna vez fue alegría.
Su hocico seco, sus patas temblorosas, su cuerpo delgado como sombra… Todo en él grita “no me olvides”. Y aun así, en medio del abandono, su corazón no guarda rencor. Solo desea libertad, un abrazo, un nombre dicho con ternura. Porque incluso en la oscuridad más fría, él sigue creyendo que el amor puede salvarlo.
